Con la boca llena de víboras.
Crónica de un performero en el Norte.

En medio de la carretera, rumbo a Mina, en Nuevo León, aparece el mítico letrero que indica la entrada a un precioso paraíso caliente y seco, donde el aire respira de manera diferente, casi indescriptible. Aparece también, la leyenda «Bienvenidos a Espinazo, La Tierra del Niño Fidencio», y todavía hay que caminar cerca de 27 kilómetros para llegar al pueblo, viendo pasar a los lados del camino nichos de colores y adornos florales, como testigos del paso del tiempo, incorruptibles a pesar de la erosión causada por el sol y el aire que corta como navajas. El pueblo de Espinazo es un lugar con apenas menos de 200 habitantes, lleno de casas pequeñas de un solo piso, la mayoría con fachadas blancas, adornadas de vez en vez con papel picado rojo y azul con el contorno del rostro del Niño en ellos. Espinazo me recibió tranquilo, como un pueblo fantasma, apenas vi a 8 u 9 personas en total en toda mi visita, incluyendo la gente que atiende en la hierbería, el encargado de cuidar y limpiar el templo, quien era una materia o «cajita» como les suelen llamar, una señora que cobra 5 pesos por usar un baño público y tres señores que permanecían sentados en la plaza, cerca del charquito.

Lechedevirgen - Devoción

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Pienso en aquel territorio como uno de los espacios más recónditos y bellos que he podido conocer y sentir bajo mis pies, un espacio con un pasado maravilloso y un futuro incierto, una tierra mágica sin duda, lejos de todo. Cuando yo cumpla los 90 años, he decidido ir a vivir ahí lo que reste de mi vejez, tener quizás un huerto, una biblioteca, ir diario al templo a meditar sobre mi vida.

Recorrí los lugares sagrados: el Pirulito, en el pasado sostuvo con su grandeza al Niño, mientras centenares de enfermos y personas rodeaban el árbol para acudir a verle, llenando la plaza central del pueblo. Ahora el Pirulito ha nacido otra vez, y del anterior queda un cascaron de corteza gris, un pedazo del tronco al cual se encuentra clavada una cruz blanca. Para ver el despojo de aquel gigante, se tiene que pasar dentro de un cerco de reja que lo rodea. El Cerrito de las Cruces, donde cuentan que el Niño iba a llorar, lleno de vestigios de trabajos realizados a sus faldas amarillas: veladoras a medio consumir, pedazos de tierra y hierba chamuscada, frascos y envoltorios con fotografías, nombres y fechas escritos en las piedras grises gigantes que contrastaban con las cruces de colores clavadas por todo el cerro. Metí la mano en el agua estancada del Charquito milagroso donde el Niño realizaba sus curaciones, al sacar mi mano, uno o dos dedos se me pintaron de un negro profundo, manchados por el mismo lodito que cubre el cuerpo entero de las personas que acuden a bañarse en sus aguas, un olor muy fuerte parecido al azufre emanaba de esa sustancia negra y brillante. Tome uno o dos puños del lodito, los guarde en una bolsa y ahora descansa en mi cuarto. Para el inconsciente una parte es el todo, me lleve un pedacito de Espinazo a vivir conmigo.

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Me perdí varias horas dentro del templo, espacio de arquitectura onírica, confusa y sencilla, como construido en sueños por las propias manos del pueblo, te encuentras ante la tumba y dos pasos hacia atrás llegas al teatro donde el retrato póstumo de Fidencio se hace presente, miras a un lado y entras con los ojos en su recámara, detrás del teatro miras el ejercito de muletas colgadas en el muro de las esperanzas, a manera de agradecimiento, junto con fotografías, mechones de cabello unidos a la pared por clavos oxidados, nombres y dibujos en forma de la palma de la mano de los fieles, de pronto llegas al patio trasero de la casa donde te recibe, sin mayor ostentación en medio de tierra y algunas macetas con plantas, El Columpio, estructura construida a base de gruesos troncos de madera bañados de un blanco intenso, marcado con letras brillantes por la diamantina y coronado por un arreglo floral, humilde y majestuoso a la vez, del vientre de esa estructura caen dos largas trenzas de metal que encadenan un asiento frío pintado de un azul eléctrico llamativo, que al verlo te contagia la alegría de vivir. Y me subí ahí y me columpié, en ese mismo lugar donde se sentaba Fidencio para columpiarse junto con los enfermos, sordos y locos, sentados en sus piernas, con tal de sanarles sus males. Mientras el viento soplaba, casi me pareció que se movía por decisión propia.

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Fidencio y los que creían en él, construyeron un mundo único, pequeño y lejano en medio del mito y la realidad, pero tangible. Mi viaje a Espinazo me regreso la esperanza de vivir, la certeza de poder vencer la enfermedad, las ganas de revolucionar el mundo, de creer en mí, de ganar lo que parecen batallas perdidas. Me entregó una paz interna, me hizo pensar en las posibilidades radicales de construir un nuevo mundo. Sentí al Niñito presente durante todo mi recorrido. Le deje una foto mía, de cuando yo era niño, se la puse en la tina de su cuarto. Hace ya casi un año que soñé con el Niño, lo soñé curándome, abriéndome con una navaja de afeitar, cortándome al lado de la oreja para sacar lo que parecía una raíz luminosa, en medio de una casa amarilla. Situación curiosa al darme cuenta que su templo es del mismo color.

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JFSC, José de Jesús Fidencio Sintora Constantino, fue conocido en tiempos posrevolucionarios como curandero milagroso, taumaturgo de los desiertos, nacido en Iramuco, Guanajuato en 1898, y radicado en Espinazo, Nuevo León, donde realizó miles de curaciones, desarrollando insólitos y creativos procesos de cirugía, tratamientos y métodos de sanación. Murió a los 40 años en 1938. Fue santificado y actualmente es venerado por la Iglesia Fidencista Cristiana y «locos» como yo. La Iglesia católica no lo reconoce dentro de su estatus oficial de santo, sin embargo su culto se ha extendido a lo largo del tiempo y espacio. El Niño es el único santo o figura similar con quien realmente me he sentido identificado, y podría decir, hasta comprendido. Para mí, Fidencio, significa un aliado y un cómplice, un compañero en mis performances y con quien puedo hablar antes de dormir y quien entiende mis lágrimas.

Felipe Osornio.

Fotografías por Herani Enríquez, amigo y confidente.

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