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NO SOY TU CUOTA: La trampa de la inclusión

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NO SOY TU CUOTA: La trampa de la inclusión

Actualmente, el discurso de la inclusión se encuentra al centro de las políticas culturales y artísticas, asociado automáticamente con conceptos como diversidad, igualdad, representatividad, visibilidad, etc. Esto ha dado pauta a la instauración de un sistema de cuotas para la “diversidad”, pero ¿estamos consientes lo que realmente esto significa?

Dicho discurso ha sido pregonado principalmente por los activismos LGBT+ y al mismo tiempo ha sido fagocitado y replicado por el estado y sus instituciones: academias, museos, galerías, ferias, centros culturales, etc. La inclusión como modelo a seguir se encuentra inscrito bajo un proyecto de progreso neoliberal naturalizado como la única vía correcta para lograr cambios sociales sustanciales, generando la convincente ilusión de que la única forma posible de desarrollo artístico, cultural, social y político es a través del reconocimiento de las instituciones del estado.

En este escenario la búsqueda de la inclusión es entendida como una meta en sí misma. Se nos presenta como una receta para la igualdad y se constituye como el fruto de los esfuerzos sumados de agentes, activismos y movimientos sociales, interesados en lograr reconocimiento de los derechos de los grupos subalternizados, grupos que han sido nombrados benevolentemente por el relato oficial del estado como “poblaciones diversas”, aunque cuándo los funcionarios se sienten osados y temerarios han llegado a utilizar públicamente palabras más “arriesgadas”: por ejemplo “disidencias” como sinónimo de diversidad sexo-genérica o “feminismo” como sinónimo de mujeres o género, términos empleados muchas veces de forma acrítica, sin entenderlos y nunca como parte de una posición política claramente asumida.  

Algunas veces esas “poblaciones diversas” no serán únicamente de la “diversidad sexual” sino también mujeres (gracias a la incorporación del feminismo blanco/institucional y la perspectiva de género al servicio de los poderes patriarcales del estado), poblaciones racializadas (pueblos originarios casi siempre desde una lógica paternalista, racista y clasista) así como poblaciones discas (discapacitadas, con diversidad corporal o funcional, crip, etc.), entre otras que puedan resultarles de utilidad para sus propios fines (migrantes, infancias, juventudes, etc.).

Por lo tanto, no es de extrañar que no se “incluya” a mujeres trans racializadas y precarizadas sino preferentemente a mujeres CISgénero de clase media alta, o que no haya reconocimiento de la autonomía política de comunidades mixes, rarámuris, otomíes, etc. y que sólo sean vistas de forma homogénea como “indígenas” y valorados únicamente como “diversidad cultural”, incluso a veces sin representación directa de personas que forman parte de estas comunidades, sino únicamente a través de representantes desde la antropología y la academia que continúan viéndolos como objeto de estudio, o que por ejemplo no existan ni siquiera las condiciones adecuadas de acceso, traducción, inteligibilidad, ritmos, etc. en las propias infraestructuras de los recintos culturales o en la propia organización de eventos “inclusivos” para personas discas.

No es raro que históricamente hablando el primer sector de la “diversidad” en haber entrado a ocupar puestos de poder institucionales en nombre de la inclusión sean hombres CISgénero gays con buena presentación y modales, con títulos académicos y con privilegios de clase, blancos o blanqueados, al ser el sujeto menos abyecto para el patriarcado colonial y racista. Lo grave es que esto con frecuencia es celebrado como motivo de orgullo para la sociedad y para los colectivos LGBT+.

La trampa de la inclusión hace creer que se trata de logros comunitarios cuándo realmente son logros personales que terminan por producir grupúsculos muy específicos de aquellas personas “diversas” que han sido seleccionadas con cuidado. En relación con este fenómeno en la academia, la feminista descolonial dominicana Yuderkys Espinoza apunta: “mujeres blancas (o blanqueadas) heterosexuales urbanas de clase media lideran el grupo, el cual comparten con un pequeño pero selecto grupo de varones gais blancos (o blanqueados) urbanos de clase media asentados en los estudios de “diversidad sexual”. Este grupo se reparte la actual hegemonía del campo de producción de verdad en género y sexualidades”. Esto puede aplicar no sólo a la academia, sino a toda institución.

En el proceso de selección de las cuotas, el estado y sus instituciones son incapaces de ver el eslabonamiento de estas condiciones y tienden a interpretar a las personas como representantes sólidos unidimensionales de una sola de estas características: por ejemplo, te quieren por ser mujer, pero se “olvidan” de las otras características que también te atraviesan, y prefieren que te calles que eres lesbiana, que tienes una clase social, un color de piel, etc. Cuando no lo olvidan, utilizan la interseccionalidad mal entendida como un sinónimo de “bien surtido” y como una simple sumatoria de “diversidades”, sin reconocer como se conforman las violencias dirigidas a esas corporalidades, y sin reflexionar sobre como es que ellos mismos replican dichas violencias.

Lo que el activismo piensa como una coyuntura histórica producto de batallas ganadas en el terreno del arte, la cultura y lo social, el estado lo ha interpretado como una ventana/área de oportunidad y como un nuevo modelo de negocios altamente fructífero que se traduce tanto en ganancias económicas como en la generación de capital simbólico que les permite incrementar su popularidad y enunciarse ante la sociedad como un “estado arcoíris”, en el que las identidades son una nueva moneda de cambio (tokenismo) que le permite usufructar y legitimarse simultáneamente.

Bajo la consigna de apertura, aceptación y tolerancia, el discurso de la inclusión le permite al estado y sus funcionarios succionar prácticas artísticas, luchas, lemas, voces, historias, experiencias, expresiones, símbolos, tradiciones e imaginarios, inclusive hasta las más genuinas demandas de justicia emanadas de movimientos sociales dirigidas de forma crítica al propio estado, reificando a sus participantes (nunca tomados en cuenta como interlocutores sino como mero contenido) y sus esfuerzos, para vaciarlos de sentido y significado, despolitizándolos y desarticulándolos, dejando cascarones vacíos que son interpretados por su maquinaria fascista y conservadora como activos económicos cuya importancia es siempre reducida a un valor estético, anecdótico y superficial. 

La seducción del discurso de la inclusión le ha permitido al estado canjear el deseo de pertenencia de la comunidad artística “diversa” (exponer dentro de un museo, ocupar un escenario, llegar a un público más amplio, contar con los medios de producción adecuados, dedicarse de lleno al arte, etc.) por la autolegitimación estatal como una nación/país/estado/municipio/cuidad incluyente, diversa y avanzada, buscando así garantizar un impacto positivo en la opinión pública, mismo que se traduce en derrama económica, turismo/turistificación/gentrificación, posicionamiento mediático, estadísticas, primeras planas, titulares, votos, etc.

Siguiendo esta lógica perversa, el estado colecciona “lo diverso” como trofeos de cacería: al tiempo que neutraliza el potencial revolucionario y contestatario de “lo diverso”, se autoafirma como un ente heroico, incuestionable y completamente necesario, en tanto se necesita de él para la distribución de los recursos (presupuestos, becas, apoyos, etc.) y en cuanto pretende contener todas las prácticas artísticas y a sus ejecutores dentro del cerco de la inclusión.

Dicho de otra forma: la trampa de la inclusión consiste en el despliegue de una serie de sofisticadas formas de dominación basadas en relaciones de poder verticales, que son anunciadas en forma de políticas y programas públicos a la vez salvacionistas y exotizantes, que sostenidos en el neoliberalismo (siempre individualizante y capitalístico) logran instrumentalizar “lo diverso” (aquello entendido como lo otro, lo subalternizado, lo que le parece diferente, extraño, antinatural, etc.) para tokenizarnos a través de prácticas de extraccionismo (epistémico, cultural, identitario) y de explotación al hacer trabajar a lxs artistas de la “diversidad” sin  un pago digno, invitándoles a dar charlas, participar en eventos, exposiciones, festivales, encuentros y otras actividades pretendiendo que el simple hecho de invitar, dar espacio o difusión es suficiente pago para estos sectores de la población, utilizando su creatividad artística como relleno en nombre de la igualdad, visibilidad, apertura, representatividad, etc. 

Esto es posible gracias a un Sistema de cuotas que, aunque parece cumplir la promesa de integración a mejores condiciones de vida, dicha integración conlleva un contrato social en el que sólo se abren algunos espacios para unes cuantes, cuya asimilación no implique poner en riesgo dichas relaciones de poder y cuyo impacto no beneficia a una comunidad completa ni tampoco cambia la estructura que continúa perpetrando la dominación de unos sobre otres. El artista, escritor y curador indiodescendiente Pancho Godoy define el macabro aparato de tokenización como “una práctica superficial para incluir miembros de grupos de las mal-llamadas “minorías” para dar la apariencia de igualdad racial, sexual, de género (o corporal y funcional en relación a las personas discapacitadas) … cuándo verdaderamente se están ratificando prácticas coloniales a través del esencialismo identitarío y de extraccionismo hacía los cuerpos periféricos y subalternizados por la supremacía blanca (CIS-heterosexista, capacitista, etc.)”.

De hecho, es posible interpretar el Sistema de cuotas como un paralelismo histórico del Sistema de castas debido a que ambos representan dispositivos de recompensas fundados en el colonialismo: mientras el Sistema de castas pretendía funcionar como un sistema de organización social jerárquico basado en el racismo de superioridad euroblanca llevado acabo como intento fallido de clasificación de todas las posibles combinaciones raciales en este territorio posteriores a la colonia, el Sistema de cuotas funciona actualmente como un sistema de control y organización de la “diversidad” esencializando las identidades y otorgando posiciones de poder y privilegios a partir de estructuras de representatividad igualmente jerárquicas que benefician algunos y excluyen a otres, también como un intento fallido de subsanar las injusticias sociales.

No todas las personas que pertenecemos a “lo diverso” seremos leídxs como merecedores de representar a “nuestro colectivo” debido a que existimos travestis, jotos, tortilleras, “malas y malos trans”, no-binarixs no-humanxs y tullidxs desobedientes que nos hemos fugado desde hace tiempo de aquel proyecto de inclusión. La mayoría de las veces quienes reciben la recompensa del sistema de cuotas son aquellos que en medida de lo posible ayudan y aportan a la domesticación de la disidencia, esas personas ocupan el lugar privilegiado que ocupaba el criollo eurodesdendiente, cuyo excipiente no-blanco era lo suficientemente insignificante y dócil para no representar una amenaza al estatus quo de la Nueva España. Así mismo el excipiente de otredad/disidencia (entendido como “diversidad”) de quienes ocupan posiciones de poder en el Sistema de cuotas tampoco representa ninguna amenaza para dicha estructura.

El Sistema de cuotas necesita por fuerza el horizonte de la inclusión como promesa instalada en un futuro mejor que nunca llega de la misma manera que se le prometía al criollo su conversión completa a la blanquitud que nunca terminó por completarse. Al mismo tiempo el Sistema de castas y el Sistema de Cuotas tienen en común haber sido instaurados por personas pertenecientes a los grupos opresores y no a los oprimidos: ciudadanos españoles euroblancos en el caso de primero, y personas CISgénero heterosexuales con piel blanca y/o blanqueados y de la clase alta y política, en el caso del segundo. Aunque existen personas capaces de trabajar en cubierto en dichos sistemas de poder buscando revertir los procesos de dominación, casi siempre se trata de un porcentaje mucho menor en comparación a quienes se benefician a título personal de la cuota y la tokenización. No hay que perder de vista que las personas elegidas como primeras en la fila del Sistema de cuotas fueron escogidas detenidamente por sus propios opresores, y les han convencido con la idea de ascenso en las estructuras que ellos controlan y que no piensan modificar (mucho menos abolir) para no perder sus propias posiciones de poder y para no hacerse responsables de las violencias que ejercen para mantenerse allí.

Para el correcto funcionamiento de la trampa de la inclusión es imprescindible la credibilidad como elemento clave, para ello el estado se especializa en el manejo de dobles discursos: como ha señalado anteriormente el autor James C. Scott, por un lado, existen los discursos públicos (public transcripts) en los que omiten/suspenden/ocultan de sus ruedas de prensa, comunicados y convocatorias, publicados en sus canales oficiales o de los guiones leídos por sus voceros, las ideas y comentarios llenos de homofobia, transfobia, racismo y capacitismo, etc. (mismos que no les ha interesado modificar de forma profunda) mientras que al mismo tiempo existen los “discursos ocultos” (hidden transcripts) en los que hacen gala de dichas formas de discriminación en sus vías de comunicación personal, conversaciones privadas, chistes, y actitudes no-verbales que tarde o temprano terminan por delatarles.

Mientras el discurso de la inclusión continúe siendo el horizonte de las luchas políticas se continuarán replicando los efectos del tokenismo y por lo tanto se sostendrá el Sistema de cuotas como la estrategia principal de organización e integración a las filas del estado y sus instituciones culturales y artísticas. Mientras la figura de la “couta” se mantenga como el mecanismo para ocupar posiciones de poder verticales seguiremos presenciando la constante instrumentalización esencialista de las identidades por parte de trepadores que, aunque enarbolan un discurso de derechos humanos realmente buscan su propia riqueza, renombre, fama, legitimidad.

A propósito de ello, la activista boliviana y autora María Galindo escribe: “Vale la pena advertir que, así cómo hay un indio colonizado que desea ser blanco y que usa el indigenismo como escalera para trepar al cargo, hay una mujer machista que usa el feminismo para trepar y sacar ventaja. Ese es el problema”. Yo agregaría que también existen hombres gays, sodomitas burguesas, homonormativos y homonacionalistas, que utiliza la misma estrategia y así podríamos continuar pensando las demás categorías identitarias de las “diversidades”, aunque claro, esto sólo aplica para quienes no tienen escrúpulos, conciencia política ni memoria histórica.

La trampa de la inclusión nos ha obligado a entrar en la jaula de la “diversidad” y a habitarla a cambio de derechos humanos, reconocimiento y recursos, quitándonos autonomía, autodeterminación y autorganización. Desde el momento en el que nos dejamos nombrar como “poblaciones diversas” aceptamos convertirnos en bestias mansas y en aceptarlos a ellos, aquellos en las posiciones de poder institucional, como nuestros domadores. Cada vez que abogamos por la “diversidad” estamos reforzando esa misma narrativa nociva de la “inclusión” que siempre será un acto superficial, realizado únicamente bajo los términos del opresor que nos extrae los colmillos, nos lima las uñas y nos corta la lengua.

Yo me rehúso a ser desdentadx, amaestradx y domesticadx, porque yo no soy la cuota de nadie.

Lechedevirgen

@lechedevirgen @maleficiocultural

Malecifio Cultural

Columna de crítica cultural antipatriarcal, anticolonial y antirracista: arte, género, disidencia sexual, salaciones, amarres, hechizos, talismanes, entierros, lecturas de mano y embrujos filosóficos. 

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